Hubo un momento en que Cenicienta, en su palacio de cuento de hadas, cogió los zapatos de cristal de la vitrina en la que estaban expuestos y los estrelló contra el suelo. No estaba furiosa. De hecho, reía suavemente. Dio un beso al rey, le susurró algo al oído, se quitó sus propios zapatos, se puso ropa cómoda y holgada y unas buenas botas y salió por la puerta de atrás. El corazón le latía rápidamente, tenía miedo. Recordó cuántas veces había mirado el comienzo del bosque desde las ventanas del palacio, recordó que de pequeña jugaba allí. La reina comenzó a caminar más rápido y echó a correr hacia la umbría.
Blancanieves pasó por la cocina con un vestido ligero. Cogió un poco de comida y se fijó en las manzanas. Eran rojas y hermosas. Normalmente las tenían prohibidas en palacio. En ese momento no pudo recordar por qué. Dejó la comida que llevaba y eligió la manzana más grande. Le pegó un mordisco y se fijó en la huella de sus dientes, el contraste entre la piel cerosa y roja y el interior claro. Sintió, afuera, el susurro del viento. Pensó en las minas en el centro del bosque, y en el acecho y la caza. Y en el roble milenario que era el corazón. Abrió las puertas de la cocina, atravesó el huerto, salió a los campos. Recordó que no había dicho nada al rey, tuvo miedo y se echó a llorar. Pero siguió caminando, aceleró el paso. Sintió que el cazador le perseguía. Y rió. Supo que se dejaría cazar, en lo profundo del bosque.
Ariel peinó sus cabellos y se miró al espejo. Su mano acarició una gran concha que reposaba en el tocador. La acercó al oído. Escuchó el murmullo. Abrió la ventana y miró las olas rompiendo en el acantilado, muy abajo, casi no podía escucharlas. Sus ojos buscaron el horizonte azul inmenso. Se desnudó y contempló su cuerpo de sirena sin cola. Se puso una túnica que era como agua tejida. Descalza, bajó las cientos de escaleras, dejando atrás salas, salones, estancias. El rey la vio y se dirigió hacia ella, pero Ariel le sonrió y siguió su camino. Las piedras labradas dieron paso a las piedras salvajes y encontró el camino hacia la pequeña cala escondida, con su luz azul. Desnuda otra vez, con el pecho dolorido, pisó las aguas espumosas. Sus piernas seguían allí y sintió miedo. Se lanzó a las aguas frías. Se sumergió y ya no recordó si tenía piernas o eran unas aletas lo que la impulsaba. Siguió descendiendo, cantando.
Aurora se despertó y miró el cielo oscuro y la luna. Nunca se despertaba de noche. Miró las estrellas. Sintió la brisa. Besó el perfil del rey dormido y se levantó, arrastrando las sedas suaves y vaporosas tras de sí. Salió afuera, a la noche abierta, y encontró el claustro derruido, y en su centro, el pozo. La luna se reflejaba en las aguas. Escuchó la música, suave. Alzó las manos para bailar, riendo, llorando.
Caperucita se adelantó al lobo, corriendo. Llegó a la casa de su abuela y ni siquiera llamó. Dejó la cesta en la puerta, junto con unas flores rojas. Se quitó la caperuza. Se desnudó. Salió al camino, al encuentro, y cuando los oscuros ojos se alzaron hacia los suyos, sonrió. El lobo acercó el hocico al vientre redondo y blanco y lamió con suavidad. Y ella gimió.
Psiqué encendió una lámpara en medio de la noche. Quería saber. Tenía miedo. Recorrió su imagen en el espejo. Su cuerpo suave, sin ángulos, su vientre redondo de luna, sus ojos de agua, su boca entreabierta, como esperando un beso. Sintió la madera bajo sus pies, enraizándola. Se acercó al lecho revuelto con el corazón palpitante. Iluminó la cara del monstruo, del dios... el hombre abrió los ojos y la miró. Tendió la mano. La mujer acudió a sus brazos y se sumergió en el beso.
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