Le habían enseñado a la pequeña sacerdotisa todo lo que debía saber. Era joven pero poderosa. Sabía los rituales, los nombres, los silencios, los tiempos y los espacios. Sabía estar vacía, para llenarse de los dioses, del dios.
Dirigía la casa del dios como debía ser dirigida, realizaba los sacrificios, era firme pero clemente, la compasión quizá estaba un poco lejos de ella. Nada escapaba de su mirada y su saber.
Aprendió a ser la virgen, el receptáculo, moldeada en la forma en que debía ser, siguiendo los cánones y enseñanzas. Ser pura y limpia, inocente y sabia. Y, a la vez, incitar y arrastrar a la perdición. Pues ella era nada para ser esposa, madre y cuerpo de un dios.
Así las cosas ella un día cometió un error. Su dedo se pinchó con un fruto espinoso, en el altar del dios, mientras ofrendaba. Y la sangre manó. Y el corazón la ensordeció con sus latidos. Dejó de escuchar los cánticos. Y su vista se escapó del dios para mirar la sangre roja que goteaba sobre los frutos abiertos y carnosos del sacrificio. Con su dedo rojo trazó símbolos sobre sus blancas vestiduras y luego se desnudó.
Estaba sola con su dios. Estaba vacía y deseó llenarse. Y entonces el dios se materializó ante ella. No como una parte de sí, no en su interior, sino pura carne, desnudo ante ella. Supo que su sangre le había llamado. Le ofreció los símbolos de su entrega, porque ya no quería ser su sacerdotisa, ya no podía cumplir su palabra. Y la carne ante sí sujetó su mano, arrojó los símbolos y cubrió su desnudez con su cuerpo desnudo. Y entró en ella como siempre pero ya nunca igual.
Y ya nunca fue sacerdotisa, ni sirviente, ni vacía.
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