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Pensando en algo que le pasa a mi hija (ciertos comportamientos suyos en relación con determinados ruidos), se me ocurrió un cuento que escribí en un cuaderno de tapas verdes que utilizo para recordar cosas importantes y felices.

Era un borrador, algo muy parecido al cuento que aparece en "Una mujer difícil" de Irving. No es el que aparece aquí.

Así que decidí abrir este blog como borrador, aunque sólo sea para este único cuento... quién sabe.

Es un cuento que tiene que ir ilustrado: es un cuento pensado a la antigua usanza, con tapas hermosas, hojas que se abren, dibujos que forman parte del mismo cuento (no un mero complemento), pocas palabras en cada página...

Y luego, por qué no?, si se me ocurre algo, si tengo algún impulso más... cualquier cosa, no sólo cuentos.

Este es mi castillo, el castillo de Hékate, un nombre que me acompaña desde que era una niña.

domingo, 3 de febrero de 2013

Cruzar la calle

Cuando estuve en Vietnam, ya hace unos cuantos años, pensé que aquello iba a ser muy espiritual. Un encuentro con oriente y sus más profundas tradiciones, en estado puro. Por eso el viaje fue organizado de forma muy personal, con gente de allí. Viendo lugares que no eran visitados normalmente, de difícil acceso, por rutas poco o nada transitadas.
Llegar allí y bajar del avión ya fue un bofetón, totalmente físico. Con una humedad ambiental de más del 95% y un calor de más de treinta grados... imaginad la sensación térmica cuando se salía del ambiente artificialmente controlado del aire acondicionado. Es como entrar en un baño turco según te has duchado y vestido por la mañana. Sudas y sudas, pero no sirve de nada, porque el sudor no se llega a evaporar.
Y... espiritualidad? Quién ha dicho que Oriente es espiritual? Algo que sacude todo pensamiento al respecto es el tremendo pragmatismo que se respira. Y ese pragmatismo se condensa en el comercio: todo el mundo allí vende o compra algo, y al final tienes la sensación de que podrían vender a su padre y a su madre si se pudiera llegar al trato adecuado; las casas en los pueblos son iguales: dos o tres pisos, con la planta baja totalmente abierta en el frente y cerrada por una puerta de garaje que se abre todas las mañanas para actuar de tienda donde se vende y se compra, y se vive, porque están todo el día, en horario continuado, sin domingos ni fiestas. Si no se dispone de este ideal de vivienda/tienda, se tiene una motocicleta o una bicicleta, con la que trasladarse y llevar la mercancía, y cualquier sitio es bueno para pararse y entregarse al comercio. Algo tan alejado de la mentalidad Castellana de hidalgo viejo, en la que el comercio es algo con lo que ensuciarse las manos; así nos va.
Por supuesto, una vez en Vietnam, había que ver templos. Y una, desde la comodidad de su silla detrás de un ordenador, organizando el viaje por correo electrónico, se imagina que todo va a ser muy relajante, extremadamente beatífico. Subir escaleras, bajar escaleras, cientos, miles. Eso era ver templos en Vietnam. No había forma de librarse. Los y las vietnamitas son de estatura reducida pero sus escalones son bien altos, incluso para mí. Subir y bajar, subir y bajar. Y sudar y sudar y sudar. Hasta que ya no sentías las piernas ni podías siquiera pensar, en tu nube pegajosa de incomodidad, cansancio, calor... y entonces llegabas al templo, entrabas con la cabeza gacha (a ver quién podía mantenerla alta con la que estaba cayendo) y dentro había penumbra, silencio con murmullos y roces, cierto frescor fragante de incienso y gente que se movía pidiendo cosas totalmente cotidianas y que convertía cada palabra en una oración. Nada del otro jueves. Ninguna iluminación repentina, ningún rayo de comprensión inmediata, sólo el cuerpo agotado y el momento de calma. Y entonces hacías el recorrido, te explicaban un poco y volvías al sol de justicia y a buscar otro templo. Comías comida deliciosa, respirabas los olores extraños, te veías abrumada por los ruidos, ruidos, ruidos... y seguías siendo la turista miope de turno, charla que te charla con el guía, que, cómo no, se apellidaba Nguyen.
Las ciudades, como Ha Noi, eran especialmente abrumadoras. Inmensas calles de cinco o seis carriles en cada dirección, atestadas de motos, bicicletas y algún coche perdido en el tumulto. Sin semáforos. Puro (aparente) caos. Nunca vi un accidente, era milagroso. Intentar pasar una calle de esas, aterraba. Y lo intenté, pero dado mi titubeo, corrí peligro de ser atropellada y volví corriendo a la acera. Entonces se impuso preguntar a Long, nuestro dragón particular, el guía. Nguyen Long nos dijo: "Es muy sencillo, mantén la vista fija en el lugar a donde quieres ir, en línea recta y dirígete hacia allí sin dudar, ni titubear, ni cambiar el paso". Se me abrieron unos ojos como platos y pensé que era imposible, entré en pánico, pero lo hice: fijé la vista en el lago al que quería ir, en el otro lado del mundo, aparentemente; avancé un pie y me sumergí en el tumulto, con el corazón a mil por hora. Fue maravilloso, llegué intacta y en trance. La explicación es sencilla a tiro hecho: tú te ocupas de lo tuyo (y dejas de preocuparte de lo que vayan a hacer los demás) y los demás se ocupan de lo suyo, y, entonces, todo fluye, como un río. Al mostrar tu camino claramente, por tu dirección, los conductores pueden moverse para esquivarte y seguir su trayectoria; ellos saben dónde estás y hacia dónde vas, dónde están y hacia dónde van y de ahí todo marcha bien. Como peatón, es más sencillo, con saber dónde estás y a dónde vas, llegas de sobra, no tienes que ocuparte de los demás. Así de fácil, así de simple, no hay nada más.
Y, ocho años después, todavía sigo aprendiendo y asimilando esa enseñanza. Todo pragmatismo, todo espiritualidad. Dirige la vista al frente, a dónde quieras ir, muestra tu camino, y avanza, un paso cada vez, ocúpate de lo tuyo, haz lo que tienes que hacer, cruza la calle. Cruza la calle.

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